Y estaba vez no le hizo falta nada más que abrazar el deseo sexual y masturbarse sin parar durante dos horas seguidas. Esa era su condena. No poder dejar de abrazar. No poder evitar que sus brazos abstractos sientan el calor del deseo que sale de las tripas y se desparrama por todo el cuerpo. La inevitable necesidad de llegar al placer. Placer de monos. Abrazo de humanos.
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